Un grande del ciclismo se ha retirado...
Por el invisible hilo que une afectos en un deporte ligado al sentimiento, la convocatoria tuvo algo de reunión de amigos y de punzadas en los recuerdos. Carlos Sastre juntó a la prensa en Madrid para anunciar que se retira, que detiene el reloj en su aventura de largas distancias. Se apea del ciclismo un maratoniano del pedal: 15 temporadas de profesional, 28 años entre bicis, 25 grandes vueltas finalizadas (10 Tour, 10 Vueltas, 6 Giros) y una guinda que compensó tan generoso aliento, el Tour de Francia 2008 que ganó en aquella memorable subida al Alpe d’Huez. «No quiero quedarme solo por dinero», resumió el abulense.
Nacido en Leganés, criado en El Barraco y residente en Ávila, Carlos Sastre (36 años) simboliza al penúltimo contestatario. Un ciclista con opinión propia que nunca aceptó el redil como pauta de conducta. Tachado de perro verde por perseguir su identidad como deportista, representa el triunfo de la laboriosidad y la perseverancia. «La gente se ha identificado conmigo por lo mucho que me costó llegar hasta arriba», reflexionó ayer.
Siempre en pugna frente a la corriente, Sastre se inició joven en su faceta replicante. Provocó un cisma en 1997, cuando el ciclismo era el segundo deporte en España, al abandonar la cantera del Banesto para fichar por su enemigo, el ONCE de Manolo Saiz. Criado en la escuela de su padre, Víctor Sastre, de la que salieron Chava Jiménez, Lastras, Navas, Mancebo o Curro García, el abulense hizo camino como gregario con ideas propias. Trabajó para Zülle, Jalabert, Olano y Beloki hasta que se cansó de sudar para otros. «Siempre fui consciente de mis virtudes y mis defectos, pero quería encontrar mis límites». Se fue con Bjarne Riis al CSC como un español por el mundo cuando los ciclistas no emigraban. También trabajó para Hamilton, Jalabert y Basso antes de adquirir rango superior.
Comenzó a vivir en otra división cuando ganó la etapa de montaña del Tour 2003 en Ax 3 Domaines. Aquel día capturó todas las portadas por un detalle emotivo. Sacó del bolsillo un chupete azul y así entró en la meta, grapado a la tetina y al pensamiento en Claudia, su hija que había cumplido dos años. «Me quedo con todas las experiencias. El ciclismo me ha ayudado a conocer la vida», comentó.
Su momento cumbre fue una tarde de julio en Alpe d’Huez. En una eléctrica escalada en contraste con su estilo diésel, sepultó a su compañero Frank Schleck en las 21 curvas totémicas del ciclismo.
Sus tres últimos años han tenido más sombras que luces en el Cervelo y el Geox. En este último ha sufrido, pese a su experiencia. En un análisis le detectaron una bacteria en el intestino y el mánager de su equipo jugó al gato y al ratón con la enfermedad, sin comunicársela abiertamente.
La escuela de su padre ya sólo tiene 28 alumnos en vez de los 50 habituales, síntoma tal vez de un declive del ciclismo. Pero Sastre se despide agradecido, sin acritud, y sin una mancha en su hoja de servicios: «Algunas cosas han mejorado y otras siguen sin mejorar. Pero me quedo con lo positivo porque este deporte es muy grande».
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